sábado, 4 de diciembre de 2010

Yo Soy El Niño de la Selva

Yo soy el niño de la Selva,
de los que orgullosamente se llaman Yekuana
porque somos dueños de los grandes ríos
y de los raudales del Orinoco,
que nuestros padres, desde hace muchos siglos,
navegan en sus intrépidas curiaras,
cortadas en el tronco de un árbol que se abre lento
al compás paciente y obstinado
de las hachas del hierro y del fuego voraz
Ahora, escúchame:
te voy a contar la historia de nuestra vida.
Yo y mis compañeros de edad
a menudo vamos a cazar y pescar
con cerbatana, arco y flechas y redes.
La selva que rodea nuestro pueblo
nos recibe con los aleteos de los ágiles picaflores.
El arco iris de las orquídeas colgadas de los árboles,
a lo largo del río, se refleja gracioso en el agua furtiva
y grandes mariposas color del cielo, parten a tajos
el espacio susurrante de la selva, que a veces
se despierta sobresaltada
por el llamado estrepitoso que lanza una pareja
de guacamayas inseparables.
Nuestro pueblo es una inmensa casa redonda
y erguida en el medio del mundo,
con el techo tensado al cielo.
Su armazón de madera, elevada con sabiduria,
nos enseña de padres a hijos el mundo de nuestros antepasados.
El palo central es el soporte del firmamento.
Y las dos vigas, esbeltas y fuertes, que sostienen el techo
las llamamos Vía Láctea, que ilumina el cielo nocturno.
Cuando sea grande, orgulloso me reuniré con mis amigos
en el recinto central de nuestra morada común,
donde nuestras madres y hermanas en silencio
nos sirven las comidas y las bebidas;
porque ese espacio es sólo nuestro.
Conocemos los secretos de los ríos donde nos gusta nadar,
llevados como hojas traviesas, o contra la corriente
o ras el lecho de rocas.
Conocemos el curso lejano de ríos,
y hasta el número infinito de sus meandros
esta grabado en nuestra memoria,
que no tiene ni libros, ni escritura.
A veces el pueblo entero
se interna en la selva a buscar troncos venenosos
que trituramos y arrojamos al agua.
Entonces los peces grandes y pequeños
empiezan a flotar sobre la corriente asfixiados y tiesos.
Todos juntos volvemos al pueblo alegres
y el estómago pesado de hambre.
Poco a poco se vuelve a poblar el río,
empezando por los cangrejos descarados
que siempre escapan de nuestra pesca venenosa.
Somos fuertes, pero a veces uno de de los nuestros
se enferma.
Entonces el hombre sabio, iniciado duramente
en la soledad y el ayuno,
se sienta en el banco-tigre
y con sus cantos y la maraca sagrada
invoca a Wanadi, el creó el universo,
dónde vivían sólo los Yekuana.
En la casa redonda
el hombre de espalda contra el poste central
la larga escalera que lleva al cielo
cura por fin el mal chupando la piedra que enfermaba.
Cuando nuestros padres regresan de comercios lejanos
o cuando nuestro pueblo termina la construcción
de la casa redonda
festejamos nuestra alegria bailando, cantando, bebiendo
dos, tres, cuatro días sin parar,
hasta vaciar las curiaras
que nuestras madres
han llenado de bebida fermentada,
adornados de nuestros más bellos collares de perlas
y nuestros guayucos escarlatas,
la cara y el cuerpo pintado de onoto,
entramos en la ronda al son
de las trompetas, las maracas y los tambores,
y bailamos y giramos en la noche pálida de la selva,
harta de sueño y silencio.
Pasamos las largas noches
mecidos por el apacible vaivén de nuestros chinchorros.
En silencio escuchamos
a nuestros padres y a nuestros abuelos,
que cuentan las historias de antaño.
En el comienzo de los tiempos,
cuando nuestro único alimento
era la tierra, el mono Kushu supo que los habitantes del cielo
cultivaban la planta de yuca.
Sabiendo cómo nos acuciaba el hambre,
voló hacia el cielo supremo donde descubrió el claro fecundo.
Hurtó sigilosamente la más bella de las matas de yuca,
la escondió debajo de sus uñas negras
y atraveso los cielos inferiores hacia la tierra,
donde sembró la raíz celeste.
Desde ese día nos saciamos con los frutos generosos que nos da ese árbol de vida,
que sólo pueden sembrar nuestras madres,
quienes llevan en ellas la vida de nuestra tribu.
Hace mucho tiempo hubo dos águilas enormes
llamadas Dimoshi, que devoraban
a todos los que vivían en nuestra tierra.
Entonces la serpiente de agua Terene
acudió, astuta y valiente, porque de veras
nuestro miedo era muy grande
Empuñando su cerbatana untó los dardos con curare,
ese veneno mortal que compramos a nuestros vecinos Piaroa.
Cuando vio a las Dimshi disparó velozmente sus flechas
y atravesó las aguilas de parte a parte.
En su vuelo de muerte por el cielo ensangrentado
las rapaces dejaron un surco de plumas
que se fueron al garete de las nubes.
El cortejo emplumado se posó al fin
en nuestra tierra y se tranforomó en Kurata.
Con esta misma madera fabricamos desde ese entonces las finas cerbatanas
con las que nos acercamos
a nuestras presas deprevenidas
que cantan y cacarean al amanecer.
Así cuentan los que saben.


Fuente: Matuja. Fundación La Salle de Ciencias Naturales.

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